domingo, 15 de abril de 2012

El Rey está desnudo. Segunda parte.

El Rey se ha desnudado de lo lindo esta semana. O más bien, se ha desnudado la monarquía, despojada definitivamente de ese áurea protectora de gente sencilla y campechana [campechana: dícese del que se trabaja el campo de Botswana]; esa buena gente tan maja y próxima que se acerca a saludar, que vive en un palacio y que no tiene necesidad de trabajar para comer.

Se dice que la pobre María Antonieta nunca había pronunciado aquello de “si no tienen pan, que coman pasteles”, pero eso no importó. La descarada ostentación de la Corte, frente a la enorme escasez de pan en la Francia del S. XVIII, les hizo perder a ella y a su marido, literalmente, la cabeza.

Yo no creo que haya que cortar la cabeza al pobre Juáncar, mucho menos a la sufrida Sofi para cargarnos la monarquía. Sin embargo, no parece tan descabellado de repente sostener que la monarquía es un absurdo, vistas las cosas absurdas que hacen una y otra vez, como abatir inofensivos bicharracos o dispararse a sus reales pies. Y estoy siendo benévola, ya lo sé.
No se trata de inquina personal, sino del absurdo de vivir subyugada [subyugada: dícese de la que es súbdita y no quiere serlo] a una institución cuya única razón de ser es el disparatado capricho de la divinidad, un día, el séptimo, por supuesto, en el que se fumó algo de su creación. Seguro.

Cuidado, familia, que cuando nos despertamos y os sorprendemos un buen día comportándoos de manera absurda, como hacemos los mortales, empezamos a preguntarnos porqué rayos no habréis de padecer vosotros también las mismas calamidades que el resto, dado que al parecer, ya somos todos absurdamente iguales.

Así, los niños cantaban aquel primer año republicano: un elefante se balanceaba sobre el Palacio de Zarzueeeeeeela…