Sofía apoyaba con abulia sus reales nalgas en el respaldo de
la silla, que milagrosamente no cedía ante su peso pluma. Me miraba con
confianza y agrado, como si estuviera acostumbrada a esa clase de audiencias oníricas
– siempre tan profesional-.
-
Sí – (con naturalidad y tono familiar)- allí en Citroën
todavía tienen mi contrato y el de mi prima, de cuando trabajábamos en la cadena
de montaje, durante la República.
-
Claro- respondía yo seducida por las batallas de esa especie de tía Sofía-
querrán conservarlos, son documentos históricos, una curiosidad…
De repente suena una campanilla, aquella que se supone que
nos despierta definitivamente del absurdo. No; en palacio las campanillas de plata anuncian la hora de
la merienda.
Al instante, una cohorte ruidosísima de infantes invade la
estancia “como debieron haber hecho en su día Las Meninas en el cuadro”
– razono-.
No tardan ni tres segundos en tomar posición alrededor de la
mesa de madera, barnizada y con ribetes en las patas estilo años setenta.
La mesa se llena de dulces. El bizcocho de chocolate es la
estrella. Se riega bien con el Oporto. Nadie, entonces, repara en la intrusa: - “que se sirva, si quiere”- sé
que piensan , sin ni siquiera llegar a pensarlo, egocéntricos como son los niños-.
A la intrusa, que vacila, que no ha decidido aún si el
participar del banquete real contradice sus principios republicanos, la sirven
y calla. “Ante todo educada”- y piensa en su madre. Come la mitad y deja la
otra mitad para la tía Sofía que se acaba su plato.
Nada es confuso, secuencia tras secuencia transcurre la
escena. Los personajes son nítidos, sus caras, sus personalidades, sus palabras
están magníficamente perfiladas, como si fueran reales, como si las hubiera
visto el día anterior... alguien que he cruzado en un semáforo, quizás... un niño
de la guardería de al lado de casa…
El personaje estrella irrumpe en la sala. Lleva una camisa
de rallas verticales de colores, pantalones sucios, pelo largo, rizo, oscuro, gafas
redondas, acento italiano, ademán francés. Muy atractivo.
- El artista de la Corte, el que hace los retratos- me dice alguien,
o deduzco yo.
-
Claro, el jipi al que se consienten todas las
excentricidades a cambio del servicio: el exotismo del pobre en el ambiente refinado-
El artista es un caradura que se desenvuelve como pez en el
agua en la posición que le ha otorgado la buena ventura y que él vive, ingenuo,
pobrecillo, como si fuese perpetua. Yo sé que no. Eres como yo. No perteneces.
Caerás del árbol pero aún no lo sabes, y toda esa seguridad, por desgracia, caerá
contigo. Te lo pienso sin acritud, sin odio, sin envidia. Te lo pienso y no te
lo advierto porque no querrías entenderlo. Nos encontraremos fuera de palacio un día, y
entonces, me lo dirás tú mismo.
De la juerga me despierta un terrible dolor de cabeza. El Oporto me deja fuera de juego durante casi todo el
día de huelga general.
La noche anterior, antes de acostarme, leía
este artículo
genial, que se coló definitivamente en mi cama.